lunes, 9 de mayo de 2011

LA CHEKA

   Mi amigo Gabriel, el de la buena letra y la mala conducta, me ha hecho hoy un regalo; aún diría más… un magnífico regalo !! Un grabado al aguafuerte de Ricardo Baroja “ LA CHEKA” fechado en 1.930 y digno de un museo. Gabriel es uno de esos tipos a los que uno no dejaría salir con su hermana menor,  que durante un tiempo estuvo en peligro de ser respetable y que cuando te llama por teléfono ya sabes que se avecinan problemas.
   Ricardo Baroja, fue, a decir de Gabriel, ya que por mis limitadísimos conocimientos sobre arte no tenía conocimiento de su existencia, un exquisito grabador que destacó por convertirse en uno de los mejores aguafortistas de su generación, la del 98, hermano mayor de D. Pío y también un magnífico escritor. De él es este escrito que reproduzco más abajo “ Cómo se graba un aguafuerte”, al parecer, fundamental para conocer su proceso creativo.

Yo, amigo bello, a veces, las más, me pongo a rayar una plancha de cobre, sin previo boceto, quizás sin la más sospecha de lo que voy a hacer. Empiezo tímido, cohibido, ante la enorme superficie del metal, limpia y brillante. La punta de acero tiembla en mi mano, un poco entorpecida ya por una enfermedad. Los rasgos son mezquinos, inexpresivos, sin trabajo durante un rato.
Me voy aburriendo lentamente y la desesperación artística (muy distinta de la verdadera desesperación) me ha invadido. Ceso de trabajar y pienso irremisiblemente:
-He aquí echada a perder una magnífica plancha de cobre que me ha costado tantas pesetas.
Entonces medio rabioso, medio esperanzado, me decido a rayar con desenvoltura; luego la desenvoltura se convierte en desparpajo, en frescacha, según la modernísima palabra de nuestro caló artístico, y de frescacha continúo hasta el final, siempre amargado por un ligero remordimiento.
Lo que al principio fue una indicación de paisaje se convierte en una pared medio resquebrajada y carcomida, tal figura perfilada y pulida se hunde a fuerza de borrones en el ramaje negro de un árbol, en el hueco de una puerta.
Las pinceladas de barniz, recubriendo superficies rayadas, producen espacios blancos, y estos espacios claros, contorneados con fuertes líneas de punta, van esbozando figuras posibles: unas llegan a perfeccionarse y a vivir en el pequeño escenario de la lámina, otras malogradas. La asesina punta de acero las sumerge en las negruras profundas de un detalle obscuro, de una sombra.
Odio ya mi obra, la detesto, y recargo la acidez de la mezcla de agua y ácido nítrico y vierto el líquido voraz sobre la plancha.
Note usted, amigo Bello, que siempre con este odio, con este desprecio, va mezclada una esperanza.
¿A qué espíritu protector de los artistas holgazanes invoco para que me sea propicio?
No lo sé, y, sin embargo, cuando hago una barbaridad técnica; cuando la frescacha se desarrolla en su apogeo, de tal manera, que si un grabador académico me viera, me maldeciría con los pelos erizados de horror; cuando toda mi actividad de aguafortista es quizá nociva, inútil para conseguir expresión artística, entonces es cuando más creo en lo inesperado corregido, en el accidente aprovechado, en la casualidad adaptada, en que aparezca algo genial, algo que esté por encima de lo correcto.
De tal manera existe aquella esperanza en mí, que a veces he arrojado con ira la plancha al suelo, y al recogerla la he mirado con la sospecha de que los arañazos que ha sufrido el metal, modificando la superficie, me procuren un medio de corregir aquello que yo era incapaz de enmendar antes.